La imperiosa necesidad de contar con protocolos y planes de contingencia (y la obligación de saber ejecutarlos)

El colapso sufrido por la red eléctrica española durante el mediodía del 28 de abril provocó un escenario apocalíptico que, pasada una semana, no tiene responsables ni culpables manifiestos. Este tipo de eventos extraordinarios suelen suscitar efectos de relevancia sobre la vida institucional u operativa de un sistema, una organización o un Estado. En una primera instancia, todo se sumerge en el caos, priman la confusión y el desorden, se toman decisiones urgentes y apresuradas –que no siempre tienden a solucionar el conflicto– y lo que comenzó siendo un problema se multiplica en una diversidad de temas con los que se debe lidiar, siempre y cuando la desesperación no se transforme en parálisis. Ahora bien, cuando se gana la batalla, o cuando el caos decide reordenarse, emerge la segunda etapa, el momento de identificar las consecuencias, pero, por sobre todas las cosas, buscar motivos.

Sin embargo, aunque se pudiera actuar con optimismo, sabiendo que “el problema ya pasó”, este es el momento de cargar con responsabilidades, buscar culpables (o construirlos), evadir el dedo acusador que se levanta en los medios de comunicación y en las redes sociales, con actores siempre dispuestos a mostrar las fallas ajenas. La crisis destapa todo. Todo queda en evidencia. Así es que abundan las preguntas sobre la existencia de un protocolo, un plan de contingencia, una estrategia frente a riesgos y amenazas, y cualquiera sea la respuesta, lo que sigue es aún peor. Si los protocolos existían, seguramente estaban desactualizados o no eran adecuados, lo que quedó demostrado por su ineficacia; y, si no existían, habrá que incluir su diseño en la agenda. En cualquiera de esos casos, se toma una decisión ex post, se observa el problema desde lejos y, tal vez, con la inocencia de creer que un nuevo evento pueda tener características similares.

Las situaciones críticas ponen a prueba la capacidad de respuestas de distintos actores. En aquellas formas de organización social que reconocen al Estado como actor fundamental, regulador y garante, los organismos públicos serán los encargados de garantizar la seguridad y bienestar de la población. Estas instituciones tienen la obligación (operativa y moral) de contar con un conjunto de procedimientos alternativos a los usuales, que permitan la continuidad funcional, incluso ante incidentes de índole interna o externa que pudieran afectar su operatividad. El objetivo primordial de estos procedimientos es el de asegurar una respuesta rápida, eficaz, coordinada y eficiente para minimizar el impacto de eventos adversos.

Para lograrlo, deben estar impregnados de formalidad. Todos los actores involucrados en el funcionamiento de un sistema deben tener conocimiento de los caminos alternativos que pueden tomar frente a eventualidades, como también deben saber qué situaciones concretas llevan a tomar esos caminos. La redacción de protocolos es un procedimiento necesario, una responsabilidad orgánica y una obligación de gestión. Solo un protocolo planificado, correctamente discutido y plasmado, tendrá la capacidad de optimizar el uso de los recursos materiales y humanos con los que se cuenta en los momentos críticos. Así como la existencia de protocolos aumenta la probabilidad de supervivencia de cualquier actor político, la ausencia de los mismos aumenta la probabilidad de fracaso o colapso.

La elaboración de protocolos y planes de contingencias está directamente relacionada con un riguroso análisis de riesgos, en el que se utiliza una variedad de herramientas e instrumentos que, lejos de ejercicios predictivos o proféticos, se acercan posibles escenarios futuros desde técnicas de prospectiva. Así es como un plan de contingencia deriva en políticas preventivas, a los fines de minimizar posibles impactos de cualquier eventualidad sobre las funciones vitales de un organismo, una organización o el mismísimo Estado en su totalidad.

Volviendo al colapso eléctrico español, el suceso ha generado una oleada de preocupación tanto a nivel nacional como internacional, no solo por su alcance, sino por el desconocimiento inicial de las causas que llevaron al caos. Aunque Red Eléctrica de España (REE), proveedora del servicio eléctrico en el país, se haya apurado en aclarar que los motivos estarían relacionados con aspectos climatológicos que llevaron a la desconexión y al “cero nacional”, otros actores involucrados (el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, el Centro Nacional de Inteligencia y organismos europeos como ENTSO-E) activaron investigaciones paralelas para esclarecer el origen de la perturbación.

Centro de operacioens de la Red Eléctrica de España (REE).

Aunque la mayor parte de los expertos advierte de una posible combinación de fallos técnicos estructurales, descoordinación operativa y posibles riesgos cibernéticos o de seguridad energética, luego de una semana de investigaciones, nadie afirma con convicción si se trató de un conjunto de fallas técnicas, un evento de sabotaje o un ciberataque. Más allá de la urgencia inmediata para restablecer el servicio —lograda casi en su totalidad al día siguiente—, el incidente sirvió para reabrir el debate sobre la resiliencia del sistema eléctrico español (elemento estratégico de cualquier país), la dependencia de interconexiones internacionales (relacionado con la integración y la política exterior) y la vulnerabilidad de las infraestructuras críticas ante perturbaciones extremas, ya sean accidentales o intencionadas, todos factores que debieran haber estado previstos por los protocolos y planes de contingencia pertinentes.

El colapso eléctrico sufrido por España dejó en claro que, a pesar de la existencia de protocolos, todo un país puede ser víctima del caos. Y, aunque los eventos extraordinarios no puedan ser neutralizados en su totalidad, los planes de contingencia deben estar orientados a:

  • Minimizar los efectos nocivos.
  • Generar una respuesta rápida y de impacto.
  • Orientar y ordenar la cadena de mando.
  • Prever cualquier “efecto rebote”.

El caso español evidenció un diseño ineficiente y una débil arquitectura operativa, particularidades que deberán ser atendidas en la obligada reconfiguración de los protocolos relacionados con la red eléctrica del país. Justamente, este reciente evento es útil para dejar una enseñanza adicional: cuando los protocolos se relacionan con las políticas públicas y con los intereses estratégicos de una nación, la responsabilidad es mayor. En este sentido, las políticas públicas juegan un rol fundamental en la prevención y gestión de riesgos, especialmente en aquellos contextos de alta incertidumbre y vulnerabilidad de la población, moraleja que también nos dejó, a nivel global, la pandemia de COVID-19.

El apagón en la península ibérica se erige como un llamado de atención sobre la imperiosa necesidad de que tanto organismos públicos como organizaciones del sector privado cuenten con protocolos y planes de contingencia robustos y actualizados, con capacidad de adaptación frente a escenarios dinámicos. Más allá de la reacción inmediata, es fundamental que las políticas públicas integren la gestión del riesgo como parte de una estrategia de desarrollo sostenible, que reduzca la vulnerabilidad y fortalezca la resiliencia institucional y social, incluso promoviendo la participación ciudadana, para asegurar la efectividad y la legitimidad de las decisiones. El apagón no solo interrumpió el suministro eléctrico, sino que además afectó la movilidad y las comunicaciones, amenazando fuertemente a la seguridad pública. Para proteger a su población y mantener la estabilidad social, los Estados deben garantizar que tienen la capacidad de anticipar, prepararse y responder a emergencias y eventos críticos.

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